Opinión

La responsabilidad del Estado de investigar ex officio

25 Mayo 2018

Columna publicada en El Mostrador, 25 de mayo de 2018

El Estado no se puede quedar inerte ante las revelaciones y la posible existencia de redes criminales y de encubrimiento al interior o al amparo de un organismo privado, incluso si este está protegido por la libertad religiosa. Esta no puede conllevar nunca privilegios en el derecho penal.

El fin de semana, por los medios televisivos, nos hemos enterado de lo que podría constituir un “segundo caso Karadima”, si se comprobara el vínculo entre la “Familia” –un grupo de sacerdotes que entre sí se denominan, según los antecedentes entregados, “abuela”, “hijas”, “nietas”, y “sobrinas”–, los casos individuales de abuso sexual denunciados y la inacción, por al menos un año, del obispado de Rancagua, que constituiría, eventualmente, encubrimiento o, por lo menos, imprudencia temeraria o negligencia grave, por no pasar la información a la Fiscalía competente. Ciertamente, se trata de un gravísimo caso que requiere todo el esclarecimiento de parte de la jerarquía eclesiástica y de las instituciones civiles.

Más allá de las responsabilidades penales y civiles que atañen al caso, individual e institucionalmente, nos parece importante hacer un análisis que podría tener implicancias para otros casos de los cuales aún no sabemos y que podrían llegar a la luz. Primero, el alcance de la responsabilidad del Estado de investigar ex officio; segundo, la responsabilidad de los medios de comunicación de informar sin prejuicios discriminatorios; y tercero, la responsabilidad de los y las fieles de activar los canales apropiados para sus denuncias.

Respecto al primer punto, en virtud de los tratados internacionales de derechos humanos que Chile ha ratificado, el Estado debe investigar, sancionar, y prevenir todas las violaciones de derechos humanos de las que obtiene conocimiento, ya sea por denuncia directa o por enterarse por los medios de comunicación u otras vías. En el caso particular de Rancagua, los antecedentes fueron remitidos el pasado sábado a la Fiscalía por parte del obispado, un año después de recibir las primeras denuncias.

Sin embargo, considerando las estructuras de poder en la jerarquía católica, el hecho de que los casos no están reducidos a una diócesis y que ha sido sumamente complejo que la jerarquía de la Iglesia comprenda las implicancias de sus actitudes al respecto, el Estado debería también investigar si las redes de quienes cometieron o encubrieron tales crímenes, alcanzan a otras diócesis. El Estado, según mi opinión, tiene suficientes antecedentes como para tener el deber de investigar ex officio (o sea, sin denuncia de particulares), la posible existencia de otras redes similares. Eso, según la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana sobre casos que involucran a privados e instituciones privadas, lo requiere la debida diligencia a la que está obligado el Estado.

Esta responsabilidad, según el Comité de los Derechos del Niño y el Comité contra la Tortura, también la tiene la Santa Sede, por lo menos en relación con todo su staff directo y diplomático. Esto sería en Chile, por lo menos, el cardenal Errázuriz, por su rol en la comisión de los nueve cardenales para la reforma de la curia, y el nuncio, Ivo Scapolo. No estaríamos hablando de una responsabilidad de derecho eclesiástico disciplinario, sino de derecho penal eclesiástico que habría que dirimir. En este sentido, existe también una clara responsabilidad de cooperación con el Estado chileno.

En cuanto al segundo punto, los medios de comunicación han señalado la supuesta existencia de una red de homosexuales llamada la “Familia”, sin entregar, en mi opinión, suficiente información sobre si esta red estaría constituida enteramente por personas pedófilas. Solamente la pedofilia y su encubrimiento son delitos en Chile; sugerir que la simple característica de “homosexual” conllevaría la pedofilia, constituye discriminación directa, que ofende a muchas personas –en este caso, hombres– homosexuales que viven su sexualidad sin cometer delito alguno.

Ciertamente, relaciones homosexuales consentidas entre sacerdotes adultos están prohibidas según derecho canónico; sin embargo, mientras no se compruebe abuso de poder, acoso o violación, no estaríamos ante delitos de la justicia civil y solamente la institución eclesiástica tendría competencia. En este sentido, valorando el enorme trabajo de los medios hacia el descubrimiento de la verdad sobre los delitos denunciados, los y las periodistas tienen una responsabilidad de informar sin reiterar prejuicios societales o eclesiales.

Sobre el tercer punto, valorar la valentía de las mujeres y hombres que denuncian, e insisten cuando no se les cree. Pero, también, los y las fieles, incluyendo a los sacerdotes que han empezado a denunciar públicamente, por la frustración de no haber sido escuchados por la Nunciatura, tienen (tenemos, ya que la autora es católica) la responsabilidad de usar los canales correctos para las denuncias. Si creemos estar ante un delito, la única vía apropiada –y, además, obligatoria para no caer nosotr@s mism@s en posible encubrimiento– es la denuncia ante las autoridades estatales.

Las parroquias, vicarías, obispados y otras instituciones religiosas necesitan y muchas veces ya tienen protocolos de prevención, y protocolos internos para apoyar las denuncias; sin embargo, el lugar correcto para interponer una denuncia de posibles delitos es la Fiscalía o Carabineros, tal como corresponde en relación con cualquier otra persona o institución privada, especialmente, en caso de que la autoridad eclesial o laboral podría no responder con la adecuada y debida diligencia, un problema que hemos claramente observado en el caso de la Iglesia católica.

Embarcarse en investigaciones personales, para obtener la “evidencia” que erróneamente haya solicitado la autoridad eclesiástica, en vez de encargar esta labor a las autoridades públicas especializadas y mandatadas, podría conllevar, por el lado de la persona que “investiga”, la comisión de faltas éticas o, incluso, de delitos, que ciertamente no habrán sido su intención.

En definitiva, el Estado no se puede quedar inerte ante las revelaciones y la posible existencia de redes criminales y de encubrimiento al interior o al amparo de un organismo privado, incluso si este está protegido por la libertad religiosa. Esta no puede conllevar nunca privilegios en el derecho penal.

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